por Mario Wainfeld, publicado en Página 12, el 24/12/07.
Los fiscales federales, integrantes del Ministerio Público, gozan de estabilidad en sus funciones mientras dure su buen desempeño. No ejercen sus cargos por tiempo determinado, no están supeditados a elección popular. Esa regla, similar a la que regula la actividad de los jueces, procura preservar la independencia del Poder Judicial y, en el caso concreto de los fiscales, su “autonomía funcional”.
Ningún derecho o garantía es absoluto, tampoco éste. Los fiscales Roberto Domingo Mazzoni y Carlos Eduardo Flores Leyes pueden perder sus cargos, si así lo decide un jurado de enjuiciamiento al que serán sometidos. Así lo resolvió el 18 de diciembre pasado el procurador general, Esteban Righi, en un dictamen al que Página/12 tuvo acceso.
Los dos fiscales actúan en la provincia del Chaco, en cuyo poder judicial revistan desde hace más de treinta años. La decisión de Righi los suspende en sus cargos.
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Cifras. El dictamen tiene más de 250 páginas y es un inventario de conductas espeluznantes. Recopila declaraciones de decenas de testigos de cargo, casi todos ellos sobrevivientes de la masacre de Margarita Belén.
Es el fin de un sumario que insumió más de dos años, lapso impuesto por la recolección de la prueba y también por los numerosos planteos de la defensa, que recorrieron desde la pertinencia de la vía elegida para sancionarlos hasta la caducidad de la acusación por el excesivo tiempo que duró el sumario. También hubo nulidades surtidas. Los planteos fueron rechazados y ahora los dos fiscales tendrán su día ante el Tribunal.
Los actos que configuran su “mal desempeño”, en la mayoría de los casos, pueden llegar a constituir delitos graves. Su nómina se detalla en la nota principal (ver aparte). Baste decir a los efectos de esta columna que no son idénticos para los dos acusados pero sí muy similares. Y que incluyen, entre otros: omisión de denunciar delitos gravísimos (homicidios y torturas), omitir prevenir y encubrir actos de tortura, participación directa en actos de tortura y apremios ilegales, no brindar auxilio médico a detenidas embarazadas que fueron torturadas, omitir los recaudos para inscribir nacimiento de niños dados a luz en cautiverio, propinar trato indigno a parientes de detenidos.
El procurador subraya la “inusitada gravedad, cantidad, similitud y trascendencia de los sucesos reprochados a los magistrados” y añade, por si quedaran dudas, que “no se trata de meras irregularidades cometidas en el ejercicio de la función, sino, en la mejor de las interpretaciones, a la luz de los relatos coincidentes de las víctimas y el número considerable de episodios de indudable entidad, de una preocupante metodología que afecta al Ministerio Público como encargado de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, en desmedro de su credibilidad frente a la sociedad”.
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Los malos de la película. A muchas personas del común les cuesta comprender o digerir el modo de funcionamiento de la Justicia, en especial el rol de abogados o fiscales. El proceso se estructura en base a la bilateralidad, dos partes que iluminan sus posiciones enfrentadas y que cuentan con asesoramiento letrado para preservar su igualdad. La misión del abogado o el fiscal es iluminar una posición, sustentar un interés. Lo suyo no es la imparcialidad sino el aporte a que una de los dos campanas suene mejor. Pueden (y en buena medida deben) dar lecturas interesadas de los hechos, recortar el relato, elegir las pruebas que más se avienen a su versión. La contraparte debe hacer lo mismo y de ese equilibrio nace la materia prima para la decisión del juez, que es el único que debe ser imparcial y contemplar todos los hechos.
La misión de los fiscales es acusar, lo que los torna especialmente odiosos, por lo general. Aun en Hollywood fueron los malos de la película durante más de medio siglo, dejando a los defensores el rango de héroes que fue encarnado con donaire por Spencer Tracy, Paul Newman, Tom Cruise, John Travolta, entre muchísimos más. Recién en el siglo XXI, en la era Bush, los fiscales prepotentes y topadores se transformaron en “muchachitos” de varias sitcom de moda.
Más allá de imaginarios populares o mediáticos, la función de las partes es consustancial a la Justicia, que necesita de contradicción y sentencia. El fiscal debe ser tenaz, encarnizado y hasta poco atento a los argumentos de los acusados. Claro que acá llega otro punto de difícil digestión para legos: el fiscal debe llevar agua para su molino pero ese cometido tiene límites establecidos por la regla del debido proceso. La ética profesional conjuga el arduo equilibrio de mejorar la posición de la parte que se representa pero limitándose en la elección de los medios. Flores Leyes (cuyos apellidos, parece, se corresponden muy mal con sus desempeños) y Mazzoni están sospechados de haber superado toda regla, incluso los parámetros morales más básicos.
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Tiempo pasado, tiempo presente. A diferencia de la mayoría de los acusados de haber participado en el terrorismo de Estado, los fiscales Mazzoni y Flores Leyes continúan en funciones. Revistan en el Estado desde entonces, una continuidad atípica que impresiona.
El transcurso del tiempo es un argumento socorrido de la derecha argentina, que aduce que es disfuncional “seguir mirando al pasado”, sin percatarse de que ésa es, en sustancia, la función del Poder Judicial. Las defensas de los acusados en este caso (ya se dijo) invocaron el paso de los años para intentar eximirlos de condena: articularon caducidades y prescripciones.
Esos argumentos son contrarios al derecho internacional vigente, inmorales y poco serios en todas las situaciones. Desplegados por quienes siguen ocupando cargos públicos el despropósito se potencia, si tal cosa fuera posible.
Righi lo analiza y fulmina con propiedad, escribiendo textualmente: “el tiempo transcurrido desde que se verificaron los hechos y omisiones reprochados, lejos de atenuar la situación, la agrava, pues precisamente la finalidad del Ministerio Público es la promoción de la justicia y nada hay más opuesto al cumplimiento de ese cometido que la impunidad”. Dicho de otra manera: la perpetuación de la impunidad en crímenes de lesa humanidad no genera derechos.
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Los que van al banquillo. Las sentencias dictadas hasta ahora y el tema que nos ocupa muestran una cierta desproporción en el número de supuestos represores que van al banquillo de los acusados. Los militares de carrera son, relativamente, pocos. Hay también ex policías, un sacerdote católico, médicos, ahora fiscales. La asimetría tal vez se vaya modificando con el avance de los procesos judiciales. Para eso es imprescindible que los tres poderes del Estado se pongan las pilas y estatuyan reglas procesales y normas para acelerar los trámites, preservando las garantías a los acusados, tanto como la protección a víctimas y testigos.
De cualquier modo, la presencia de civiles, funcionarios o sacerdotes refleja la realidad de una dictadura cívico-militar cuyo plan sistemático de exterminio no podía prosperar sin actores que revistaran fuera de los cuarteles.
Que se acuse a hombres de derecho de haber sido partícipes no es novedad pero espanta. Que esas personas –pesando sobre ellos el desprecio de las víctimas y haciéndose los sordos frente a una multitud de testimonios que los sindican como autores de conductas aberrantes– hayan seguido trabajando sin haber dado un paso al costado por remordimiento, por recato o por lo que fuera, es todo un detalle.
Los fiscales federales, integrantes del Ministerio Público, gozan de estabilidad en sus funciones mientras dure su buen desempeño. No ejercen sus cargos por tiempo determinado, no están supeditados a elección popular. Esa regla, similar a la que regula la actividad de los jueces, procura preservar la independencia del Poder Judicial y, en el caso concreto de los fiscales, su “autonomía funcional”.
Ningún derecho o garantía es absoluto, tampoco éste. Los fiscales Roberto Domingo Mazzoni y Carlos Eduardo Flores Leyes pueden perder sus cargos, si así lo decide un jurado de enjuiciamiento al que serán sometidos. Así lo resolvió el 18 de diciembre pasado el procurador general, Esteban Righi, en un dictamen al que Página/12 tuvo acceso.
Los dos fiscales actúan en la provincia del Chaco, en cuyo poder judicial revistan desde hace más de treinta años. La decisión de Righi los suspende en sus cargos.
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Cifras. El dictamen tiene más de 250 páginas y es un inventario de conductas espeluznantes. Recopila declaraciones de decenas de testigos de cargo, casi todos ellos sobrevivientes de la masacre de Margarita Belén.
Es el fin de un sumario que insumió más de dos años, lapso impuesto por la recolección de la prueba y también por los numerosos planteos de la defensa, que recorrieron desde la pertinencia de la vía elegida para sancionarlos hasta la caducidad de la acusación por el excesivo tiempo que duró el sumario. También hubo nulidades surtidas. Los planteos fueron rechazados y ahora los dos fiscales tendrán su día ante el Tribunal.
Los actos que configuran su “mal desempeño”, en la mayoría de los casos, pueden llegar a constituir delitos graves. Su nómina se detalla en la nota principal (ver aparte). Baste decir a los efectos de esta columna que no son idénticos para los dos acusados pero sí muy similares. Y que incluyen, entre otros: omisión de denunciar delitos gravísimos (homicidios y torturas), omitir prevenir y encubrir actos de tortura, participación directa en actos de tortura y apremios ilegales, no brindar auxilio médico a detenidas embarazadas que fueron torturadas, omitir los recaudos para inscribir nacimiento de niños dados a luz en cautiverio, propinar trato indigno a parientes de detenidos.
El procurador subraya la “inusitada gravedad, cantidad, similitud y trascendencia de los sucesos reprochados a los magistrados” y añade, por si quedaran dudas, que “no se trata de meras irregularidades cometidas en el ejercicio de la función, sino, en la mejor de las interpretaciones, a la luz de los relatos coincidentes de las víctimas y el número considerable de episodios de indudable entidad, de una preocupante metodología que afecta al Ministerio Público como encargado de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, en desmedro de su credibilidad frente a la sociedad”.
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Los malos de la película. A muchas personas del común les cuesta comprender o digerir el modo de funcionamiento de la Justicia, en especial el rol de abogados o fiscales. El proceso se estructura en base a la bilateralidad, dos partes que iluminan sus posiciones enfrentadas y que cuentan con asesoramiento letrado para preservar su igualdad. La misión del abogado o el fiscal es iluminar una posición, sustentar un interés. Lo suyo no es la imparcialidad sino el aporte a que una de los dos campanas suene mejor. Pueden (y en buena medida deben) dar lecturas interesadas de los hechos, recortar el relato, elegir las pruebas que más se avienen a su versión. La contraparte debe hacer lo mismo y de ese equilibrio nace la materia prima para la decisión del juez, que es el único que debe ser imparcial y contemplar todos los hechos.
La misión de los fiscales es acusar, lo que los torna especialmente odiosos, por lo general. Aun en Hollywood fueron los malos de la película durante más de medio siglo, dejando a los defensores el rango de héroes que fue encarnado con donaire por Spencer Tracy, Paul Newman, Tom Cruise, John Travolta, entre muchísimos más. Recién en el siglo XXI, en la era Bush, los fiscales prepotentes y topadores se transformaron en “muchachitos” de varias sitcom de moda.
Más allá de imaginarios populares o mediáticos, la función de las partes es consustancial a la Justicia, que necesita de contradicción y sentencia. El fiscal debe ser tenaz, encarnizado y hasta poco atento a los argumentos de los acusados. Claro que acá llega otro punto de difícil digestión para legos: el fiscal debe llevar agua para su molino pero ese cometido tiene límites establecidos por la regla del debido proceso. La ética profesional conjuga el arduo equilibrio de mejorar la posición de la parte que se representa pero limitándose en la elección de los medios. Flores Leyes (cuyos apellidos, parece, se corresponden muy mal con sus desempeños) y Mazzoni están sospechados de haber superado toda regla, incluso los parámetros morales más básicos.
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Tiempo pasado, tiempo presente. A diferencia de la mayoría de los acusados de haber participado en el terrorismo de Estado, los fiscales Mazzoni y Flores Leyes continúan en funciones. Revistan en el Estado desde entonces, una continuidad atípica que impresiona.
El transcurso del tiempo es un argumento socorrido de la derecha argentina, que aduce que es disfuncional “seguir mirando al pasado”, sin percatarse de que ésa es, en sustancia, la función del Poder Judicial. Las defensas de los acusados en este caso (ya se dijo) invocaron el paso de los años para intentar eximirlos de condena: articularon caducidades y prescripciones.
Esos argumentos son contrarios al derecho internacional vigente, inmorales y poco serios en todas las situaciones. Desplegados por quienes siguen ocupando cargos públicos el despropósito se potencia, si tal cosa fuera posible.
Righi lo analiza y fulmina con propiedad, escribiendo textualmente: “el tiempo transcurrido desde que se verificaron los hechos y omisiones reprochados, lejos de atenuar la situación, la agrava, pues precisamente la finalidad del Ministerio Público es la promoción de la justicia y nada hay más opuesto al cumplimiento de ese cometido que la impunidad”. Dicho de otra manera: la perpetuación de la impunidad en crímenes de lesa humanidad no genera derechos.
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Los que van al banquillo. Las sentencias dictadas hasta ahora y el tema que nos ocupa muestran una cierta desproporción en el número de supuestos represores que van al banquillo de los acusados. Los militares de carrera son, relativamente, pocos. Hay también ex policías, un sacerdote católico, médicos, ahora fiscales. La asimetría tal vez se vaya modificando con el avance de los procesos judiciales. Para eso es imprescindible que los tres poderes del Estado se pongan las pilas y estatuyan reglas procesales y normas para acelerar los trámites, preservando las garantías a los acusados, tanto como la protección a víctimas y testigos.
De cualquier modo, la presencia de civiles, funcionarios o sacerdotes refleja la realidad de una dictadura cívico-militar cuyo plan sistemático de exterminio no podía prosperar sin actores que revistaran fuera de los cuarteles.
Que se acuse a hombres de derecho de haber sido partícipes no es novedad pero espanta. Que esas personas –pesando sobre ellos el desprecio de las víctimas y haciéndose los sordos frente a una multitud de testimonios que los sindican como autores de conductas aberrantes– hayan seguido trabajando sin haber dado un paso al costado por remordimiento, por recato o por lo que fuera, es todo un detalle.
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