de Tomás Barceló Cuesta
Rebelión
Si al señor Luís D’Elía le hubiera faltado un diente, es muy probable que el detalle no escapara a la mirada de los medios que tanto lo castigaron. Ideal para acentuar su condición de hombre propenso a la violencia, título con el que lo invistieron. Desde finales del siglo XIX, ya el criminalista italiano Cesare Lombroso había trabajado con semejantes ideas. Y creo que por ahí deben andar los orígenes del concepto portador de rostro con el que tanto le gusta trabajar a las policías urbanas a la hora de levantarse cualquier sospechoso y meterlo en el carro patrullero.
El señor D’Angelis, piquetero en Gualeguaychú, y el señor D’Elía, piquetero integrado al equipo del gobierno nacional, fueron las dos figuras que los medios lograron ubicar en los extremos de la confrontación entre la protesta agraria contra las retenciones que el gobierno nacional quiso imponerle a los productores del campo -y al parecer logró-, y el gobierno mismo. Hicieron bien los medios. Es necesario incluso. La gente lo necesita. En los conflictos de semejante envergadura, la gente necesita focalizar un líder y su contraparte. Y ahí estuvieron los señores D’Elía y D’ Angelis para satisfacer a la gente, ayudados por el empujón mediático. Todo un novelón, con guión elaborado al calor de los acontecimientos.
Está claro que el líder, según el parecer de casi todos los medios, fue el gringo D’Angelis. Y la bestia oscura el señor D’Elía, fiel cancerbero del gobierno nacional. Hasta en el periódico La Nación salió publicada una foto de D´Elía, tomada con un lente gran angular y desde un ángulo contrapicado -ideales para obtener una lograda deformación del sujeto retratado-, donde se le hace aparecer con gestos y expresiones poco deseables, como si fuera un infradotado babeante, ansioso de violencia.
No debió ser así. Noticieros y periódicos impresos, y buena parte de esa abundante producción televisiva a la que el escritor Mempo Giardinelli gusta llamar televisión basura, debió intentar al menos un saludable distanciamiento del conflicto, para con serenidad arrojar luces allí donde todo se hacía más oscuro y confuso.
El periodismo, al menos en sus postulados éticos, debe perseguir y encontrar la verdad sin despojarla del sentido de la justicia. Aunque la propia verdad y la justicia sean tan escurridizas. El periodismo en su conjunto, y sus vehículos, que son los medios de comunicación y toda su parafernalia tecnológica, debiera ser vocero de la ciudadanía y no representante de tal o más cual empresa, o partido político en particular.
Pero eso, si alguna vez se logró, terminó convirtiéndose en utopía. Porque el capitalismo, en su espiral de crecimiento, arrastró consigo a los medios de comunicación masiva. En su lógica de consolidación de un modelo económico que cada vez más se caracteriza por la concentración de las riquezas, logró que los medios se ajustaran a esa lógica de concentración. Hay un concepto maquiavélico que la sustenta: quien domina la información, tiene el poder.
Y como el capitalismo es el sistema económico dominante, en un mundo ideológicamente unipolar, de su lógica se contamina todo lo demás. No es extraño, pues, que ocurra en la propia política. El manejo y la conducción de la política están cada vez más concentrados en escasos partidos. De ahí la modalidad, consolidada e irradiada desde los Estados Unidos, del bipartidismo. A veces la diferencia entre un partido y otro es tan insustancial, que ambos terminan siendo las dos cabezas que alimentan y nutren al mismo cuerpo del monstruo al cual pertenecen.
Los accionistas y dueños de los pulpos monopólicos, han ido a la conquista del poder total. En la puja por alcanzarlo se despojan de la ideología como un cuerpo pudiera hacerlo de un traje inservible. Impera, por sobre cualquier otra consideración, la acumulación de poder para lograr mayor acumulación de riquezas. El arma más poderosa que unos y otros contendientes utilizan para alcanzar la victoria, es la información. A fin de cuentas, una sola ideología cuyos representantes compiten entre sí. Un sistema y su ideología que, incubados en su propio seno, se reproducen desde sí mismos como aliens siniestros de insaciable voracidad.
Contrariamente a lo que suele pensarse, y muchos medios pretenden hacer creer, la agricultura y su cadena productiva no es ajena a esa dinámica, por el contrario, la afianzan. La consolidación cada vez mayor del latifundio –que siempre existió- en desmedro del pequeño y mediano productor, con la gradual eliminación de los mismos, o su adhesión obligada a la cadena productiva donde quien impone las reglas es el que más tiene, es consustancial a la concentración de las riquezas capitalista. Una derivación de la misma es: más tierra en manos de unos pocos, poca tierra repartida entre muchos. Ello, más la moderna tecnificación de los procesos productivos, donde intervienen e influyen directa o indirectamente grandes consorcios proveedores de tecnología agrícola, reconocidas firmas mundiales de herbicidas y plaguicidas, y laboratorios de marca en la creación de semillas transgénicas, convierten al campo en campo de batalla donde se dirime no ya la existencia del capitalismo, sino su consolidación absoluta como sistema dominante.
De esa ecuación, que no es nueva, sus resultados saltan a la vista: despoblamientos de las zonas rurales; emigración de sus poblaciones hacia las ciudades; desarraigo de la cultura de la naturaleza; aumento de la pobreza; y crecimiento acelerado de las villas de la pobreza, las cuales terminan siendo, de la mano de la supervivencia necesaria, verdaderos focos de delincuencia.
La simple alteración de esa ecuación, sobre todo en un país como Argentina, agro exportador por excelencia, débilmente industrializado y proveedor de materia prima a las industrias del primer mundo, presupone un escándalo de mayúsculas proporciones. Sobre todo porque en el país hay una figura largamente manoseada en el imaginario de su ciudadanía: la patria es el campo; el campo es la patria. Si al campo le va mal, a la Argentina le va mal. Si al campo le va bien, al país le va bien.
Postulado terriblemente desesperanzador. Sobre todo para un país que está entre los 10 más grandes del mundo, con incalculables riquezas de reservas a pesar de las depredaciones de sus suelos, y que puede salirse de semejante condena, de ese fatalismo rural, con un poco de voluntad política y consenso ciudadano.
Argentina es el país de las comparaciones. Muchos de los periodistas o conductores de programas que ahora lanzaron duras críticas al gobierno nacional, alienados abiertamente con los piquetes rurales, han esgrimido criterios que comparan a la Argentina con otros países más pequeños, de mucho menos recursos pero con industrias fuertemente desarrolladas: Japón, Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania… Algunos se han manifestado contra el monocultivo extendido de la soja, ante la alarma del daño que puede originarle a los suelos y la acelerada deforestación de grandes extensiones para lograr su cultivo.
Formidable ejercicio de la hipocresía. O la desmemoria conciente. O eterno padecimiento de adolescencia. Ahora condenaron las retenciones decretadas por el gobierno nacional. Ensalzaron las patrióticas conductas de los piquetes rurales, sin ningún cuestionamiento, ni tan siquiera una velada crítica. Ellos, los salvadores de la patria. Verdadera cruzada contra una medida gubernamental que ni siquiera intenta, ni por asomo, cuestionar el sistema, como sugirió la propia presidenta en su segundo discurso, sino pretender que ese sector agrícola que tanto tiene y tanto gana, aporte algo para que la desigual distribución de las riquezas no sea tan grosera.
Acusaron al gobierno nacional de fomentar la división entre la ciudad y el campo. Lo responsabilizaron por el desabastecimiento del país. Pusieron en la picota pública a la presidenta, junto a su joven ministro de economía. Pedían que rodaran cabezas. En programitas radiales de cuarta, tildaron a la señora Cristina Fernández de superficial, ajena al conflicto que se avecinaba, porque mientras los productores del campo cerraban las rutas del país, ella enviaba a su chofer a comprarle costosas carteras. La acusaron de prepotente, de soberbia, de unitaria. Le echaron en cara la injusta coparticipación de la renta nacional. La cubrieron de duros epítetos. Sólo faltó lanzar un llamado a la armas.
Pudo apreciarse cómo esa otra Argentina provinciana, que pervive en el alma de mucho de sus ciudadanos, ancestralmente rural y conservadora, se revolvió en sí misma alzando su voz contra lo que consideraba tamaña injusticia. Si al campo le va mal, a nosotros nos va mal. Las preguntas caen por su propio peso: ¿Cuándo los productores agropecuarios alzaron su voz para condenar los altos precios de los productos en el mercado, en mínimo gesto de solidaridad hacia una enorme mayoría que vive en las ciudades? ¿En qué momento las entidades agrarias condenaron el asesinato del maestro Carlos Fuentealba cuando junto a sus compañeros exigía en las calles de Neuquén un salario digno? ¿Dónde estaban cuando los sucesos del 2001, qué pensaban, qué postura pública tomaron cuando el país que ellos y los medios dicen representar, parecía quebrarse en dos?
¿Saben los productores agrícolas que en las inmediaciones de sus ricos campos, hay niños que padecen desnutrición crónica, condenados a una muerte prematura, muchos de ellos descendientes de aquellos aborígenes que los bisabuelos y tatarabuelos gringos les arrebataron las tierras?
La historia está ahí, pisándonos los talones. Sólo hay que volver la cabeza y mirar. Ejercicio incómodo, sin lugar a dudas, para los juglares del capitalismo mediático, temerosos siempre de que sus voces sean acalladas para siempre por la avalancha de las verdades incontestables.
Tomás Barceló Cuesta es reportero gráfico, escritor y periodista cubano, radicado en Argentina.
Rebelión
Si al señor Luís D’Elía le hubiera faltado un diente, es muy probable que el detalle no escapara a la mirada de los medios que tanto lo castigaron. Ideal para acentuar su condición de hombre propenso a la violencia, título con el que lo invistieron. Desde finales del siglo XIX, ya el criminalista italiano Cesare Lombroso había trabajado con semejantes ideas. Y creo que por ahí deben andar los orígenes del concepto portador de rostro con el que tanto le gusta trabajar a las policías urbanas a la hora de levantarse cualquier sospechoso y meterlo en el carro patrullero.
El señor D’Angelis, piquetero en Gualeguaychú, y el señor D’Elía, piquetero integrado al equipo del gobierno nacional, fueron las dos figuras que los medios lograron ubicar en los extremos de la confrontación entre la protesta agraria contra las retenciones que el gobierno nacional quiso imponerle a los productores del campo -y al parecer logró-, y el gobierno mismo. Hicieron bien los medios. Es necesario incluso. La gente lo necesita. En los conflictos de semejante envergadura, la gente necesita focalizar un líder y su contraparte. Y ahí estuvieron los señores D’Elía y D’ Angelis para satisfacer a la gente, ayudados por el empujón mediático. Todo un novelón, con guión elaborado al calor de los acontecimientos.
Está claro que el líder, según el parecer de casi todos los medios, fue el gringo D’Angelis. Y la bestia oscura el señor D’Elía, fiel cancerbero del gobierno nacional. Hasta en el periódico La Nación salió publicada una foto de D´Elía, tomada con un lente gran angular y desde un ángulo contrapicado -ideales para obtener una lograda deformación del sujeto retratado-, donde se le hace aparecer con gestos y expresiones poco deseables, como si fuera un infradotado babeante, ansioso de violencia.
No debió ser así. Noticieros y periódicos impresos, y buena parte de esa abundante producción televisiva a la que el escritor Mempo Giardinelli gusta llamar televisión basura, debió intentar al menos un saludable distanciamiento del conflicto, para con serenidad arrojar luces allí donde todo se hacía más oscuro y confuso.
El periodismo, al menos en sus postulados éticos, debe perseguir y encontrar la verdad sin despojarla del sentido de la justicia. Aunque la propia verdad y la justicia sean tan escurridizas. El periodismo en su conjunto, y sus vehículos, que son los medios de comunicación y toda su parafernalia tecnológica, debiera ser vocero de la ciudadanía y no representante de tal o más cual empresa, o partido político en particular.
Pero eso, si alguna vez se logró, terminó convirtiéndose en utopía. Porque el capitalismo, en su espiral de crecimiento, arrastró consigo a los medios de comunicación masiva. En su lógica de consolidación de un modelo económico que cada vez más se caracteriza por la concentración de las riquezas, logró que los medios se ajustaran a esa lógica de concentración. Hay un concepto maquiavélico que la sustenta: quien domina la información, tiene el poder.
Y como el capitalismo es el sistema económico dominante, en un mundo ideológicamente unipolar, de su lógica se contamina todo lo demás. No es extraño, pues, que ocurra en la propia política. El manejo y la conducción de la política están cada vez más concentrados en escasos partidos. De ahí la modalidad, consolidada e irradiada desde los Estados Unidos, del bipartidismo. A veces la diferencia entre un partido y otro es tan insustancial, que ambos terminan siendo las dos cabezas que alimentan y nutren al mismo cuerpo del monstruo al cual pertenecen.
Los accionistas y dueños de los pulpos monopólicos, han ido a la conquista del poder total. En la puja por alcanzarlo se despojan de la ideología como un cuerpo pudiera hacerlo de un traje inservible. Impera, por sobre cualquier otra consideración, la acumulación de poder para lograr mayor acumulación de riquezas. El arma más poderosa que unos y otros contendientes utilizan para alcanzar la victoria, es la información. A fin de cuentas, una sola ideología cuyos representantes compiten entre sí. Un sistema y su ideología que, incubados en su propio seno, se reproducen desde sí mismos como aliens siniestros de insaciable voracidad.
Contrariamente a lo que suele pensarse, y muchos medios pretenden hacer creer, la agricultura y su cadena productiva no es ajena a esa dinámica, por el contrario, la afianzan. La consolidación cada vez mayor del latifundio –que siempre existió- en desmedro del pequeño y mediano productor, con la gradual eliminación de los mismos, o su adhesión obligada a la cadena productiva donde quien impone las reglas es el que más tiene, es consustancial a la concentración de las riquezas capitalista. Una derivación de la misma es: más tierra en manos de unos pocos, poca tierra repartida entre muchos. Ello, más la moderna tecnificación de los procesos productivos, donde intervienen e influyen directa o indirectamente grandes consorcios proveedores de tecnología agrícola, reconocidas firmas mundiales de herbicidas y plaguicidas, y laboratorios de marca en la creación de semillas transgénicas, convierten al campo en campo de batalla donde se dirime no ya la existencia del capitalismo, sino su consolidación absoluta como sistema dominante.
De esa ecuación, que no es nueva, sus resultados saltan a la vista: despoblamientos de las zonas rurales; emigración de sus poblaciones hacia las ciudades; desarraigo de la cultura de la naturaleza; aumento de la pobreza; y crecimiento acelerado de las villas de la pobreza, las cuales terminan siendo, de la mano de la supervivencia necesaria, verdaderos focos de delincuencia.
La simple alteración de esa ecuación, sobre todo en un país como Argentina, agro exportador por excelencia, débilmente industrializado y proveedor de materia prima a las industrias del primer mundo, presupone un escándalo de mayúsculas proporciones. Sobre todo porque en el país hay una figura largamente manoseada en el imaginario de su ciudadanía: la patria es el campo; el campo es la patria. Si al campo le va mal, a la Argentina le va mal. Si al campo le va bien, al país le va bien.
Postulado terriblemente desesperanzador. Sobre todo para un país que está entre los 10 más grandes del mundo, con incalculables riquezas de reservas a pesar de las depredaciones de sus suelos, y que puede salirse de semejante condena, de ese fatalismo rural, con un poco de voluntad política y consenso ciudadano.
Argentina es el país de las comparaciones. Muchos de los periodistas o conductores de programas que ahora lanzaron duras críticas al gobierno nacional, alienados abiertamente con los piquetes rurales, han esgrimido criterios que comparan a la Argentina con otros países más pequeños, de mucho menos recursos pero con industrias fuertemente desarrolladas: Japón, Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania… Algunos se han manifestado contra el monocultivo extendido de la soja, ante la alarma del daño que puede originarle a los suelos y la acelerada deforestación de grandes extensiones para lograr su cultivo.
Formidable ejercicio de la hipocresía. O la desmemoria conciente. O eterno padecimiento de adolescencia. Ahora condenaron las retenciones decretadas por el gobierno nacional. Ensalzaron las patrióticas conductas de los piquetes rurales, sin ningún cuestionamiento, ni tan siquiera una velada crítica. Ellos, los salvadores de la patria. Verdadera cruzada contra una medida gubernamental que ni siquiera intenta, ni por asomo, cuestionar el sistema, como sugirió la propia presidenta en su segundo discurso, sino pretender que ese sector agrícola que tanto tiene y tanto gana, aporte algo para que la desigual distribución de las riquezas no sea tan grosera.
Acusaron al gobierno nacional de fomentar la división entre la ciudad y el campo. Lo responsabilizaron por el desabastecimiento del país. Pusieron en la picota pública a la presidenta, junto a su joven ministro de economía. Pedían que rodaran cabezas. En programitas radiales de cuarta, tildaron a la señora Cristina Fernández de superficial, ajena al conflicto que se avecinaba, porque mientras los productores del campo cerraban las rutas del país, ella enviaba a su chofer a comprarle costosas carteras. La acusaron de prepotente, de soberbia, de unitaria. Le echaron en cara la injusta coparticipación de la renta nacional. La cubrieron de duros epítetos. Sólo faltó lanzar un llamado a la armas.
Pudo apreciarse cómo esa otra Argentina provinciana, que pervive en el alma de mucho de sus ciudadanos, ancestralmente rural y conservadora, se revolvió en sí misma alzando su voz contra lo que consideraba tamaña injusticia. Si al campo le va mal, a nosotros nos va mal. Las preguntas caen por su propio peso: ¿Cuándo los productores agropecuarios alzaron su voz para condenar los altos precios de los productos en el mercado, en mínimo gesto de solidaridad hacia una enorme mayoría que vive en las ciudades? ¿En qué momento las entidades agrarias condenaron el asesinato del maestro Carlos Fuentealba cuando junto a sus compañeros exigía en las calles de Neuquén un salario digno? ¿Dónde estaban cuando los sucesos del 2001, qué pensaban, qué postura pública tomaron cuando el país que ellos y los medios dicen representar, parecía quebrarse en dos?
¿Saben los productores agrícolas que en las inmediaciones de sus ricos campos, hay niños que padecen desnutrición crónica, condenados a una muerte prematura, muchos de ellos descendientes de aquellos aborígenes que los bisabuelos y tatarabuelos gringos les arrebataron las tierras?
La historia está ahí, pisándonos los talones. Sólo hay que volver la cabeza y mirar. Ejercicio incómodo, sin lugar a dudas, para los juglares del capitalismo mediático, temerosos siempre de que sus voces sean acalladas para siempre por la avalancha de las verdades incontestables.
Tomás Barceló Cuesta es reportero gráfico, escritor y periodista cubano, radicado en Argentina.
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