–El debate que proponen algunos políticos se parece a la pelea entre dos vecinas que se llevan mal. Yo he discutido con gente de derecha que te argumentaba y te permitía tener debates fascinantes. Pero con la derecha argentina eso no pasa. Y no te pido tanto como un pensamiento, ¿eh? No seamos tan pretenciosos. Hablemos, por ejemplo, del lenguaje. De elegir los sustantivos, los adjetivos y los verbos que sean adecuados. Hay una aridez tremenda. Se limitan a gritar “¡y el año que viene, ya van a verrr!”. Vos les ves el brillo en la mirada y te das cuenta de que lo de ellos es un odio barato. Porque hasta en el odio, que no es bueno, puede haber creatividad y sutileza.
– ¿Nunca se le dio por militar?
–No me afilié a ningún partido. No obstante –y por motivos muy concretos idealicé al peronismo durante mi infancia. Nosotros éramos de Ciudadela. Mi padre trabajaba en una fábrica y me acuerdo de que un día vino feliz, contando que estaban aplicando unas leyes bárbaras: las ocho horas de trabajo, el aguinaldo, las vacaciones. Yo era chico y no entendía mucho, pero percibía mayor tranquilidad en casa, a un nivel casi energético
“A los ocho o nueve años me asomé para ver una comitiva que venía por la General Paz. ¿Y a quién veo en la ventanilla de uno de los autos? A Evita. Ella no estaba saludando gente, ni a nadie. Simplemente se trasladaba a algún acto. Pero por un segundo me miró y nos quedamos los dos así, quietos. Después el auto siguió, y me guardé esa mirada.”
–Y cuando se integró al ambiente teatral ¿ya estaba politizado?
–En cierta medida sí. Cuando quise estudiar teatro, a los catorce, fue un escándalo en casa. “Vago”, me decían. Para colmo mamá ya había quedado viuda y yo era hijo único, así que el peso de mi elección era mayor. Necesitaba conseguir trabajo en un horario que me permitiera cursar en la escuela de teatro. Medio como manotazo de ahogado, escribí a la Secretaría de Trabajo y Previsión. Mi vieja me decía: “¡No les pongas que querés estudiar teatro! ¡No te van a dar bola!”. Y sin embargo lo puse. A la semana recibí una respuesta con siete u ocho laburos para que fuera a presentarme. Yo sé que Evita no se debe haber ocupado personalmente de una minucia así, pero la carta tenía su firma.
– ¿Qué espera de la política?
–Espero justicia en su sentido más elemental. Que los pobres también tengan derecho a elegir, a conquistar su chance de saber quiénes son en lo más hondo sin que otros les elijan el destino. Espero que el mundo los respete lo suficiente para que puedan buscar, equivocarse y perder un poco el tiempo sin que eso signifique pasar hambre.
–Nos venimos acercando a la pregunta y llegó: ¿me cuenta qué opina del gobierno de Cristina?
–Le veo cosas que me interesan mucho. Lo que pasa es que en Latinoamérica hay un asentamiento terco de la pobreza como condición de las mayorías. Dos por tres, para hablar mal del Gobierno te dicen que si vas a Chile vas a encontrar una potencia mundial, y resulta que vas y hay taperas de barro igual que acá, en Ecuador o en Brasil. Ahora han parado un poco con esa zoncera de que “salvo nosotros, los demás nadan en la abundancia”. Conducir este país no es fácil, no es administrar Suecia. Por otra parte, la misma Presidenta se ha ocupado de decir que queda mucho por hacer. Yo tengo ganas de creer, y sentir eso ya es mucho.
–En algunos sectores se vive un clima especial. De fe, digamos.
–Exactamente. Me encanta que los jóvenes, que parecían lejos de todo, se hayan calentado y tengan ganas de ver de qué se trata y de involucrarse en serio. Es como si se hubieran dado cuenta de que sólo con buenas intenciones no arreglamos nada. No es tan complejo: con que algunos ganaran menos ya sería bastante. No puede, no debe ser imposible el equilibrio. De lo contrario, no lo necesitaríamos tanto.
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